Fue seguramente en 1929, en la colección “La novela de aventuras” de Ediciones y Publicaciones Iberia, de Barcelona, donde se pudo leer por primera vez a Georges Simenon en español, escondido bajo los seudónimos de Georges Sim y Christian Brulls. Sus obras tenían portadas, ilustraciones y títulos tremebundos: Los malditos del pacífico, El rey de los antropófagos o Los monstruos de la selva. Un poco más tarde, en 1932, un año después de su aparición en Francia, aparece en Madrid el que fue seguramente el primer Maigret español: La banda de Pedro el Letón. A partir de entonces, su presencia, primero en la madrileña editorial Dédalo y en la barcelonesa La novela aventura, será constante, aunque sobre todo como autor de literatura de puro entretenimiento. Pero en Francia, en 1933, aparecen sus primeras novelas puras, o novelas-novelas, o novelas-crisis, o novelas de ambiente, o novelas del destino, según las diferentes maneras en que fueron llamadas, y la visión que se tenía de Simenon cambia. Algunos escritores – lectores sin anteojeras, en este caso – avalarán su calidad: André Gide, François Mauriac, por entonces no muchos más.
¿Cómo llega a convertirse un novelista popular, un escritor de novelas de aventuras, de novelas rosas, de novelas de detectives, en uno de los narradores más importantes del siglo XX francés, que es como decir del siglo XX? Porque Simenon, si me permiten la osadía, sólo debe quitarse el sombrero de ala ante el inmenso Marcel Proust – el Shakespeare, el Cervantes, el Goethe francés – y puede tutear sin ningún problema a Céline y no digamos ya a grandes novelistas, tan diferentes de él y entre ellos, como Julien Gracq, Colette, Raymond Queneau, el francoirlandés Samuel Beckett, Georges Pérec o Michel Tournier. Y algunos de los considerados clásicos modernos, como Malraux, Sartre, Simone de Beauvoir o Albert Camus, no son dignos, como novelistas, como narradores, ni de atarle los cordones de sus elegantes zapatos ingleses. ¿Qué hizo posible el milagro Simenon?
Dejando aparte el inevitable factor genético – sólo un narrador nato puede escribir buenas novelas al ritmo del genio de Lieja -, durante los años 20 Simenon escribe una cantidad formidable de novelas baratas y aprende los secretos del oficio: las fórmulas, los clichés, el ritmo. Pero, sobre todo, a pesar de dedicarse a la literatura de consumo, Simenon no pierde su conciencia literaria: sabe que aquellas novelas son, si no malas, flojas, y a partir de 1929, ya rico gracias a su ingente producción, se decide a escribir buenas novelas, lo que él considera buenas novelas: para decirlo en su lenguaje, los Rolls Royce, no los coches Ford que había construido hasta el momento. Y para ello medio olvida los secretos del oficio, las fórmulas y los clichés – nunca el ritmo – y crea dos mundos narrativos paralelos y diferentes: el mundo de Maigret y el mundo de sus, digámoslo como a él le gustaba, novelas-crisis.
El mundo de Maigret es un mundo acolchado, cálido, habitable. Ya sea en su despacho del Quai des Orfevres, ya sea en su casa, con la entrañable señora Maigret, ya sea en uno de los innumerables cafés o tabernas que frecuenta, siempre estamos al lado de una estufa caliente o sentimos el olor de un guiso en el fuego o hay un aperitivo a mano. La humanidad sufriente, las víctimas, los verdugos, pasan a través de este tamiz agradable. Maigret intenta comprender a los personajes de sus casos, busca sus razones, no condena nunca. Dentro de los Maigret deberían distinguirse claramente dos grupos: las primeras novelas que escribió a partir de 1929, interrumpidas en 1934 – La noche de la encrucijada, El perro canelo, La cabeza de un hombre -, esclavas aún de las reglas del género, con un componente casi obligado de acción, con argumentos algo embrollados; y las de la segunda época, iniciada a mediados de los años 40, donde Maigret casi no se mueve, sólo observa, fuma, bebe, sobre todo bebe. La maestría en la creación de atmósferas y de personajes compensa, en esta segunda época, la endeblez de algunos argumentos y convierte las novelas del inspector en el mejor ciclo del género policiaco.
Pero el gran Simenon, no nos engañemos, es el de las novelas-crisis, como las llamaba él, alejadas tanto de la novela de género como de la novela introspectiva de raíz proustiana. Nos encontramos, en este caso, a la intemperie, en un mundo desolado, con personajes que se sitúan en los límites de la naturaleza humana, una galería riquísima y variopinta de marginados, de solitarios, de locos, de raros. La náusea, de Sartre, o El extraño, de Camus, son, al lado de La muerte de Belle, Luces rojas o Carta a mi juez, novelas casi optimistas. El estilo, además, es descarnado, exacto, lúcido, cercano al que utilizan, por la misma época, algunos escritores de Estados Unidos, desde Hemingway a Dashiell Hammett. Si se ha comparado a Simenon con Balzac, debería aclararse que es un Balzac sin un solo gramo de grasa, todo fibra, volcado a lo básico de la novela: la interacción del ambiente con el personaje. Novela pura, sin digresiones, sin falso ensayismo, sin efectos colaterales. André Gide lo formuló de una manera exacta y perdurable: “Simenon es el novelista más grande de todos, el novelista más verdadero que tengamos en literatura”. Su genio narrativo surge ya en las primeras novelas puras, publicadas a partir de 1933 – por ejemplo, su temprana La prometida de Mr. Hire; o la maravillosa El hombre que miraba pasar los trenes, de 1938 –, y perdura hasta mediados de los años 60, como atestiguan El tren, de 1961, o La habitación azul, de 1964.
Es verdad que en la obra de Simenon no hay grandes novelas: no escribió ningún Viaje al fondo de la noche ni ningún Ulises. Él decía que no era un corredor de fondo, sino un sprinter, pero qué sprinter. No era, tampoco, un constructor de catedrales, como reza la sobada imagen de la obra de Marcel Proust, pero el inmenso barrio de viviendas racionalistas poblado de personajes al límite que construyó este Le Corbusier de la literatura perdura como una de las grandes obras que nos ha legado el siglo XX.
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