La persona que visita Nápoles no se pierde Pompeya, algunos tampoco se pierden Erculano – son menos-, aunque vale mucho la pena. La ciudad esconde tesoros, esconde sorpresas a bastantes metros bajo tierra, lejos del bullicio de las calles, desde mercados romanos perfectamente conservados, hasta catacumbas macabras que por ello despiertan interés. Nápoles está lleno de belleza, alguna más escondida que otra. Una de estas joyas es la Capilla de san Severo, o mejor, la imagen del Cristo Velato. En una de esas callejuelas bulliciosas del casco histórico el amante del arte con mayúsculas tiene una cita ineludible. La fachada y el portal podrían pasar inadvertidos entre los centenares de edificios – palacios e iglesias – que alberga la ciudad. Pero el turista sabe a donde va y siempre hay una cola que espera turno para entrar.
La Capilla de san Severo es del siglo XVI y pronto se convirtió en mausoleo de la nobleza, como se puede ver en las diversas tumbas rodeadas de estatuas que representan las virtudes y otras formas alegóricas, algunas dentro de la masonería. La pequeña iglesia es barroca, de una sola nave, con un mosaico en blanco y negro que simboliza un laberinto. Pero la joya está en el centro: un Cristo yacente del escultor napolitano del siglo XVIII, Giuseppe Sanmartino. La figura de mármol representa Cristo tendido en un colchón con un finísimo sudario encima, liberado ya de la corona de espinas y los clavos, que se conservan a los pies junto con las tenazas. Los pliegues de la tela son tan perfectos y la transparencia del cuerpo es tan real, que uno diría que la tela también es real. Todo el cuerpo es de una perfección tan absoluta que te deja sin aliento. La figura tiene la boca entreabierta y se le marca la vena de la frente y la marca de los clavos en manos y pies. Impone respeto y silencio contemplarlo y se crea una atmósfera de misterio. Ayuda mucho que esté prohibido sacar fotos y que haya unos guardias que vigilan con rigor que todo esté en orden.